Iniciamos el camino hacia al Teide aún de noche, bajo el manto estrellado, pertrechados contra el frío helador y frontales para iluminar el camino. La esperanza, de contemplar el alba desde su cima, se impone al desgaste que supone inspirar cada brizna de aire. El ascenso es un carrusel continuo de cambios cromáticos, desde la serena oscuridad del negro, pasando por el azul homogéneo de la luz que se anuncia, hasta el magenta que precede al día.
La salida del Sol es un espectáculo absoluto, que se extiende en todas direcciones. El disco rojo proyecta la sombra del coloso hacia el Oeste, llegando hasta la isla vecina de La Palma, acariciándola suavemente. Es su forma de reclamar el dominio sobre el mar, de mostrar su vigilancia a todo el archipiélago.